Los soldados de la muralla, al oír el sonido del cuerno habían dado la alarma, y los vigías habían divisado pronto en el horizonte la maquinaria de guerra alsiria, que avanzaba tortuosa pero inexorablemente por el bosque. Se trataba de armas de asedio capaces de destruir la enorme puerta en cuestión de minutos. Uno de los capitanes entendió la situación rápidamente: Si el enemigo hubiera tardado mas tiempo en mostrarse, seguramente la Gran Puerta habría caído y habría sido el fin del reino. Pero en cambio tenían aún tiempo de frenarla si actuaban con rapidez... El capitán repartió órdenes entre sus soldados y montó a caballo, con rumbo a Fisgael.
Fenir Ala de Fénix vió llegar a caballo a un mensajero, agitado y pálido. Bajó rápidamente las escaleras y notó que llevaba las insignias de un capitán. El hombre no podía articular palabra, pero no hacía falta, el general podía leer el miedo en sus ojos.
El reino entero se levantó en armas esa noche, al ritmo danzante de las lenguas de fuego que lamían las aldeas, bajo las maldiciones enemigas y la luna que contemplaba, distante, brillante, y fría, el dantesco espectáculo.
Ellëne veía en el horizonte el resplandor rojizo del incendio que devoraba a Syrtis y el peso cíclico de la historia que se repetía la abrumaba, marcaba por primera vez en su hermoso rostro las arrugas de la vejez. Así la vió Seirus en aquellos momentos: la mirada perdida y la voz lenta repitiendo un arrullo triste que no sabía por qué, pero le recordaba mucho a su niñez. En el cielo se oían tanto las voces del combate encarnizado como el estruendo de los truenos, que anunciaban la pronta lluvia. Ellëne había tomado a las dos criaturas en sus brazos, e intentaba lograr que se durmieran una vez más sin éxito. De pronto, en el marco de la puerta, se dibujó una figura a contraluz de los fuegos de la noche: Ellëne supo aún antes de verlo, que era su peor temor hecho realidad: Urruk, el capitán de la guardia ignita, había vuelto.
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