Ellos estaban lejos, fuera de alcance. El mundo era muy extenso, y ni siquiera se los podía escuchar roncar, dormidos como estaban de toda conciencia. De manera que yo estaba solo. Y estaba despierto.
Mi espacio no era tan amplio, y esa era una de sus mayores ventajas: me hacía sentir contenido y protegido (solo Dios sabe cuanta necesidad tenía yo de sentirme así). Las luces, bajas, completaban la perfecta ambientación, amparándome en la semi-oscuridad.
En ese pequeño universo personal me desarrollaba yo, dormía si quería, o simplemente me recostaba suavemente, disfrutando de la inmensa comodidad y privacidad. No existían allí ni la vergüenza ni las humillaciones. Todo era libertad, los sentidos en reposo, el tacto rey y la noche, eterna, mi cómplice y manta.